Kiro Russo, el hombre de la cámara - La Razón

2023-02-15 15:23:22 By : Ms. Sarah Shi

Wednesday 15 Feb 2023 | Actualizado a 01:51 AM

Wednesday 15 Feb 2023 | Actualizado a 01:51 AM

Kiro Russo, el hombre de la cámara

La Paz / 16 de enero de 2022 / 20:44

El director postergó para marzo (por la cuarta ola del COVID-19) el estreno de su segundo y esperado largo El gran movimiento, premiado en el Festival de cine de Venecia

Kiro Russo (La Paz, 1984) vive en la casa que fuera de sus abuelos, en Sopocachi. El padre de su padre, don Rafael Russo, llegó del sur de Italia al puerto de Buenos Aires en los inicios del siglo pasado. Rafael, comerciante de telas, terminó en Bolivia donde se casó con la abuela de Kiro, nacida en Huanuni. A partir de ese momento, la familia Russo giró siempre alrededor de la mina: el hijo de aquel comerciante italiano fue ingeniero de minas; el padre de su abuela, contador de minas y Kiro, cineasta de profundas oscuridades.

Cuando Russo pasó de la cinefilia al otro lado de la cámara la tuvo clara: su primer cortometraje iba a ser rodado en una mina. Se llamó Juku (2011) y se filmó (como no podía ser de otra manera) en Huanuni. De los viajes y estancias del paceño Kiro al centro minero orureño han salido tres películas: el citado “corto” y dos largometrajes Viejo calavera de 2016 y El gran movimiento de 2021, ganador del Premio Especial del Jurado en la sección Horizontes del Festival/Mostra de Venecia. Y faltan dos más: una película sobre la juventud de Huanuni atravesada por el folklore y el “black metal” satanista y otra sobre el Che Guevara, todas con cuatro familias mineras como hilos conductores.

“Bolivia solo se entiende desde la mina, el capital es la mina. Todos nuestros traumas coloniales, nuestra idiosincrasia, nuestro complejo de inferioridad vienen de ahí. El colectivo minero de Huanuni ha sido un grupo humano muy proclive a la transculturación, ha recibido una variada migración y tiene una toponimia abierta. El nuevo sujeto no es el indígena, es un obrero urbano occidentalizado con las nuevas tecnologías”, sostiene Kiro, cuyo nombre significa “brillo” tanto en quechua como en macedonio.

El chango Kiro siempre quiso ser artista. Arrancó con la pintura, abandonó el rock por el teatro y terminó en el cine. “Para mí, el cine es todas las artes en una, va más allá que todas”. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música, aprendió a tocar varios instrumentos y acabó —más que obvio— en los inicios de los 90 en dos bandas de rock paceño: Los Tocayos y Oz. “Cuando me salí, llegó el éxito para ambas, tercer lugar de la Marathon Rock del Equinoccio en 2002 para Oz y cuarto lugar para Los Tocayos”, cuenta entre sonrisas.

Para entonces, el teatro era su nuevo amor. Pasó talleres con David Mondacca y con el Teatro de los Andes, pero el trabajo de actor no lo emocionaba. Kiro seguía a la búsqueda de una pasión verdadera y, ojalá, para toda una vida. Los videos que alquilaba en las tiendas Errol’s seguían ahí, haciendo guiños ninguneados. Al comienzo eran películas de acción “mainstream”, compartidas con su padre. Ir a alquilar aquellos VHS al videoclub de la esquina (la competencia se llamaba Euforia) se convirtió en un ritual, como liturgia también fue meterse en una sala oscura con gente desconocida para ver cine en una pantalla gigante. Pronto pasó de las patadas de Van Damme y Jackie Chan (“me he formado con ellas”) a otras inquietudes apellidadas Bergman, Breson o Tarkovski (“con mi padre veíamos Solaris en la Cinemateca sin saber qué era”).

La generación de Kiro no se hizo cinéfila en las salas sino gracias a los videos y sobre todo a la bendita/maldita piratería. “Con mis amigos íbamos por toda la ciudad, buscando piratas de cine de autor. Ver cine se aprende, es como leer. Luego llegó el cable y ver neorrealismo italiano o cine obrero inglés o belga se hizo más fácil gracias a canales como Europa Europa”.

La relación con el cine, para Kiro, es emocional; es buscar y encontrar gente con la cual hablar de películas horas de horas, charlar de títulos, de autores, de movimientos, de decálogos. Para Kiro, el “boom” de 1995 no fue el estreno de cinco películas bolivianas al hilo —tras varios años de sequía sin una maldita película nacional que ver— sino el año del Dogma 95 y una manera radical de hacer cine llegada de Dinamarca. La producción independiente gozaba de buena salud con directores como el iraní Abbas Kiarostami o la incipiente cinematografía asiática que venía de lugares como Corea del Sur (con Chan-Wook Park), Hong Kong (con Wong Kar Wai) , China (con Zhang Yimou), Taiwán (con Tsai Ming-Liang) o Japón (con Takeshi Kitano).

“Hoy en día, ese cine hace mucho tiempo que salió del cine, de la sala y se refugió en las plataformas de streaming”. Entonces, Kiro toca un tema fundamental en su obra: el tiempo. No por nada hace unos años filmó los cuadros coloniales de la Casa de la Moneda en Potosí. “Capturar el tiempo, ese es mi propósito, el cine no solo es contar una historia, eso es secundario, me ha interesado siempre el cine como lenguaje puro, como herramienta para documentar una época, para capturar huellas de momentos”. Por eso ha rodado su última película con una cámara de Súper 16 milímetros, en el viejo y querido celuloide, capaz de aprehenderlo todo a su manera, dejando de lado el facilismo del digital.

Por eso no es casualidad que las críticas internacionales que se han escrito tras el pase en festivales de El gran movimiento —con más de una decena de premios— citen la tradición del cine silente/mudo y a cineastas como Dziga Vértov (pseudónimo del director soviético Denis Abramovich Kaufman) y el alemán Walter Ruttmann, el autor de Berlín, sinfonía de una ciudad (1927).

Dziga Vértov (en ruso “Gira Peonza”, en un guiño a la poesía futurista) creía en las diversas etapas de realización y consumo de una película; en la audacia del montaje; en el rechazo de los actores profesionales; en el lenguaje poético/cinematográfico (en las antípodas del teatral). Kiro también cree en ese cine-ojo versus cine-mentira, en esas pinceladas fílmicas sobre la vida cotidiana, en esa cámara omnipresente como una diosa. Russo es el hombre de la cámara-ojo que capta “la vida al imprevisto”. De más está decir que se considera marxista.

Cuando los videos de alquiler y las películas piratas ya no aplacaban el hambre de conocimiento y la ansiedad, Kiro se metió a estudiar: primero en la ECA de La Paz y La Fábrica de Cochabamba y luego en la Universidad del Cine en San Telmo, Buenos Aires, de la cual salieron egresados notables como el paraguayo Pablo Lamar o el argentino Damián David Szifrion, el guionista y director de Relatos Salvajes (2014). “Mi viejo no quería que estudiara cine, pero a los 19 años me compré una cámara, una mini HDV de alta definición, con la que comencé a filmar todo. Tengo cientos de horas grabadas con miembros de mi familia, con tomas del cementerio y sus personajes, con vecinos y vecinas de Villa Victoria. Entendí entonces qué era filmar, qué significaba entrar a casas y conocer gente en la calle, desde borrachos hasta payasos”. 

Antes, con 18 años, se marchó a Madrid, solo y sin un peso. Trabajó de cocinero, lavando platos, preparando tapas en el Lateral, un restaurante del Barrio de las Letras. La conciencia de clase se fortalecía en las largas horas de trabajo junto a compañeros y compañeras filipinos, ecuatorianas, junto a raperos y costureros, 20, 30 años más veteranos que él. “Es extraño, pero estar con todos ellos, la intimidad y la complicidad se volvían otra cosa, evocaban mi infancia, mi familia”. Entonces, Kiro toca otro tema fundamental en su obra: los otros, los apartados, los que comen agachados, los que caminan la ciudad de día y de noche, los “nadies”. Por eso, quizás, Russo también rodó y se acercó a los yuquis para terminar con los “jukus” y con los aparapitas.

De la academia también salió con críticas a la institución de enseñanza. Kiro cree que algo no se está haciendo bien y ese algo tiene que ver con la (sobrevalorización de la) técnica. Se tiende a pensar que una buena película pasa por lo técnico, por un buen sonido, por una buena fotografía sin ahondar en el lenguaje, en la construcción de un pensamiento alrededor de una obra cinematográfica.

Russo llegó a Buenos Aires en 2008, los ecos del “corralito” rebotaban aún en las paredes de la ciudad. Pagar la universidad (“era carísima”) y lograr una beca de trabajo fueron los primeros objetivos. Hacer amigos, ver mucho cine y formar una comunidad fue mucho más sencillo. Kiro se juntó con compatriotas como Pablo Paniagua (más tarde, el director de fotografía de sus obras), con Nicolás Taborga, con “Pato” Romay Rabaj, Sebastián Fernández, Juan Alberto Guerra. “Ese momento fue muy lindo porque éramos un colectivo de jóvenes cineastas de toda América Latina, hombres y mujeres de Uruguay, Paraguay, Perú, Brasil, Argentina, Nicaragua, Bolivia… Veíamos harto cine, íbamos al festival Bafici para ver seis películas al día, una tras otra, era la primera vez que veía tanto cine y diferente en una sala”.

Russo quería saber todo. Entró a estudiar fotografía, pero rápidamente logró una beca para el departamento de sonido. “Pasé mucho tiempo, viví en Buenos Aires ocho años hasta el 2015, haciendo producción de sonido, seis horas al día. Pablo Paniagua, al que ya conocía de La Paz pero no éramos amigos, trabajaba en el departamento de edición y estudiaba fotografía”. Así nació una dupla.

Dos años antes de terminar la carrera, Kiro pasó a dirección y acabó egresando como director de cine. De esa época y de la mano del dúo Russo-Paniagua, nacieron cortos radicales que se planteaban preguntas como éstas: ¿desde dónde y cómo contamos las historias?, ¿para quiénes las contamos?, ¿con quiénes? Las respuestas eran muchas, aún lo son: “el cine es arte, no es solo negocio o entretenimiento; el cine parte del plano, no es solo la historia; el cine es forma y búsqueda, no solo narración y actuación”.

Años después, tras vivir y rodar en Huanuni, tras hacer amistad con “jukus” y mineros como el productor de Viejo calavera, Edwin Yucra, comenzó a filmar en el paceño mercado Rodríguez. “Me hice amigo hace 15 años de Max Bautista Uchasara, un indigente, parecía salido de un libro de Saenz o de Borda, increíble personaje. Charlamos de la vida, paseamos, hice pequeños cortos, fue algo enriquecedor. Solo mucho tiempo después, hace cuatro años, en 2017, surgió la idea de hacer una película con él pero con la cámara en acción no funcionaba, no era él mismo”.

Kiro Russo es un director y productor de cine, nacido en La Paz, Bolivia, en 1984. Foto: Ricardo Bajo

Russo ganó el Premio Especial del Jurado de la sección Horizontes, del Festival de Venecia. Foto: Ricardo Bajo

Kiro tuvo que reescribir el guion durante cuatro meses (antes de eso, el filme se iba a llamar Loba), centrarse en dos historias de las varias que quería contar y dar más líneas a Elder Mamani, el actor no profesional que opacó al resto en Viejo calavera haciendo de Julio César Ticona. El rodaje, en pleno golpe, fue harina de otro costal: “Nos insultaban, nos confundieron con los periodistas argentinos que llegaron a reportear, nos dijeron de todo, uno de ellos se me quedó clavado en la retina de la memoria: ‘Ustedes son la basura de Bolivia’. Fue mucho más duro filmar El gran movimiento que filmar adentro de una mina como en Viejo calavera”.

Entonces, Kiro toca otro tema fundamental en su obra: los actores no profesionales. Y así, la charla nos lleva al neorrealismo italiano, a Ken Loach, a los hermanos Dardenne, a Sanjinés y Eguino. La palabra clave es verosimilitud. “El teatro está basado en la impostación del cuerpo sobre unas tablas, el cine es todo lo contrario, es introspección, es naturalidad ante unas cámaras. Cuando estábamos rodando la última película, la producción, el “Piñas”, insistió en probar a Freddy Chipana, reconocido actor de teatro, hicimos varios ensayos y no funcionó. Es uno de los grandes problemas de nuestro cine, hacer actuar a la gente de teatro en una película. Dime una película boliviana donde ésta se sostenga en la profundidad psicológica de los personajes. Sanjinés y Eguino construyeron desde otras formas. Solo si logras un actor o actriz natural, puedes moldear y evocar desde sus cuerpos, desde sus experiencias”.

Kiro se define a sí mismo como “ridículamente obsesivo”, es un trabajador “enfermo”, es capaz de ir cuatro años seguidos a la inauguración de la Alasita para lograr los planos deseados y tiene como penitencia no caer en la tentación de la porno-miseria, término acuñado por los cineastas colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo en un pequeño manifiesto escrito en 1978. “Me han acusado de hacer eso precisamente. Dicen que fui a filmar a los pobres mineros para hacerme rico. Yo no filmo sus vidas por más que trabaje con actores no profesionales, yo ficciono a partir de, no muestro la realidad, aunque todos sabemos que la vida es dura, que los mineros van a morir por la silicosis, que la vida es una mierda, 15 de mis amigos que han participado de una u otra forma en las películas han muerto”.

Quizás, la palabra clave es proceso. Y su antónimo: paracaidismo. Quizás, para evitar caer en la porno-miseria es necesario volver al corazón del cine. Ospina y Mayolo aseguraron que la miseria se había convertido en tema impactante, en mercancía, en un espectáculo más, donde el espectador puede lavar su mala conciencia. Russo lanza las últimas preguntas: si no se puede filmar vidas empobrecidas para analizar y transformar, si no puedes hacerlo porque entonces haces un cine miserabilista para conmover y tranquilizarte, ¿qué nos queda?, ¿callar y mirar para otro lado?, ¿no mostrar la realidad?, ¿no sería eso reaccionario? Kiro, el hombre de la cámara, hace un “zoom in” a la muchedumbre y se va. El siguiente es un plano fijo: un vaso de cerveza vacío en una pizzería de Sopocachi. Fundido en negro.

TEXTO Y FOTOS: RICARDO BAJO

Es uno de los mejores cuentistas de Bolivia, un amante de los libros de viejo; fundó revistas, editó a Víctor Hugo Viscarra, es Manuel Vargas Severiche.

Por Ricardo Bajo H. / 12 de febrero de 2023

‘Sueños’ es el nombre de la muestra que la artista visual paceña presenta en la Galería de Arte del hotel Los Tajibos de Santa Cruz de la Sierra

Por Miguel Vargas / 29 de enero de 2023

El más grande ceramista de Bolivia cultiva el arte de la tierra y el fuego en su casa/taller de Mallasa. Alista una nueva exposición sobre el salar de Uyuni.

Por Ricardo Bajo / 5 de febrero de 2023

El fotógrafo paceño Harold Martinez expone una serie de imágenes de paisaje en el hall de la Casa de la Cultura.

Por Miguel Vargas Saldías

La Paz / 12 de febrero de 2023 / 08:08

La materia prima de la fotografía es la luz, que según dónde esté, en qué momento y en qué condiciones tenga el escenario, ofrece una paleta de opciones que están a la espera de la técnica y la sensibilidad del profesional. Así sucede en la exposición El Viaje de la luz, del fotógrafo y comunicador social paceño Harold Martinez, que recorre diferentes paisajes del occidente boliviano. 

La serie de ocho piezas se exhibe en el hall de la Casa de la Cultura Franz Tamayo (Mariscal Santa Cruz, esq. Potosí) durante todo febrero. Puede visitarse de lunes a viernes de 08.30 a 16.30.

—¿Cómo se inició en la fotografía?

—Este viaje empezó en la universidad, más o menos en 2013. Teníamos una materia de fotografía y desde las primeras prácticas empecé a sacar fotos tomando en cuenta diferentes factores técnicos, de composición y con una cámara réflex digital. Luego conocí a un grupo de amigos que realizaban viajes fotográficos (organizados preferentemente para profesionales en el campo), en los que pude compartir mucho más sobre esto que estaba empezando a apasionarme cada día más. Poco a poco fui entendiendo el propósito de quedarse horas en un lugar con tal de esperar el momento indicado para apretar el obturador. En un momento en el que estuve carente de ingresos, decidí profundizar mis conocimientos y transformar este pasatiempo en una fuente de ingresos importante, llegando a ser la principal durante un par de años. Gracias a diversos factores, y con ayuda de personas muy cercanas, pude crecer profesionalmente y ahora cuento con un estudio propio en el barrio de Sopocachi.

—¿Cómo utilizar la fotografía de forma artística y expresiva?

—La fotografía puede convertirse en un medio de expresión para las personas, podemos canalizar lo que sentimos en un determinado momento o al ver algo que nos cause impresión o interés, guardar en una imagen ese instante que consideramos importante. A partir de esto, podemos intervenir en el registro, utilizando la luz como la herramienta fundamental para transportar ese momento a través del lente hacia nuestras cámaras y luego a nuestras pantallas o, si tiene un mayor significado, inmortalizarla en soportes físicos. ¡El avance de la tecnología nos permite tener muchas opciones dónde exponer nuestras imágenes!

—¿Cómo surge la exposición El viaje de la luz?

—Se trata de una recopilación de fotografías de viajes que fui realizando junto a amigos fotógrafos a diferentes lugares en el occidente del país.

Como fotógrafos siempre estamos a la búsqueda incansable de la luz en el momento y lugar indicados, donde ocurre la magia, donde podemos conectar con nuestro entorno, con el paisaje, con la tierra y el cielo. La intervención del ser humano también definirá y orientará esta magia tan bella y fugaz, como la luz dorada del atardecer.

En varios viajes por el occidente de Bolivia, Harold Martinez tomó las imágenes de la exposición.

—¿Cuál es el proceso desde que tiene la imagen el visor de la cámara hasta las reproducciones en la exposición?

—Considero que este aspecto parte de lo que uno quiere contar con las imágenes, tomar en cuenta algunos aspectos técnicos que demande la cajita de luz y así armar la historia. En todo ese proceso uno deja un poquito de sí mismo en la fotografía y esto le da la esencia, la marca personal; incluso el estado de ánimo de uno mismo puede reflejarse en las fotografías. En nuestros viajes fotográficos podemos apreciar puntos de vista completamente diferentes de un elemento que capturamos todos al mismo tiempo. Ya cuando uno vuelve a casa y puede ver con mayor detalle las imágenes registradas, empieza a elegir las más representativas del viaje, ya sea por el momento, la técnica o la experiencia detrás de la misma. Ya la cuestión se complica si se trata de exhibir cierto número de fotografías en un determinado lugar, duele dejar de lado algunas fotos y a veces cuesta encontrar el orden en que irán las mismas montadas en una galería o, incluso, en nuestras cuentas de redes sociales. Cuál será la primera, la segunda y cómo terminar la serie a veces resultan un dolor de cabeza si tratamos de elegir solamente con la cabeza, elegir con el corazón ayuda mucho en esos momentos.

También puede leer: Castillo Oscuro celebra un ‘Baile de máscaras’

—¿Qué espera que el público vea reflejado en su trabajo?

—Sobre todo, transmitir los momentos mágicos que pude ver en los viajes que fui realizando estos últimos años. Tenemos lugares tan mágicos y sacados de los cuentos de fantasía más locos que uno puede encontrar, que a veces solo tenemos que esperar el momento exacto cuando la luz hace su paso y es estar en el lugar y en el ángulo adecuado para poder apreciar esa magia. Siento que es como si hubiese querido contarle a alguien los momentos y experiencias que pude vivir en cada foto puesta en exposición, y no solo en esta, que es mi primera individual, sino también en las fotos que pude mostrar en galerías colectivas junto a los amigos de Foto Espacio, Photours o de La Paz en Fotografía, por dar algunos ejemplos, y no con el afán del alarde, sino como una carta de invitación que anime a apreciar esos momentos mágicos y fugaces que nos puede dar el día.

—¿Qué proyectos tiene a futuro?

—Estamos trabajando en el lanzamiento de una productora audiovisual junto a Néstor Limachi, quien justamente es productor de cine y televisión. Rikai es el nombre que acordamos darle, pues en quechua se interpreta como “percibir con la mirada”. Si bien estamos trabajando con nuestras carteras de clientes, tenemos como misión principal el consolidarla en todos los aspectos y generar un equipo de trabajo sólido, comprometido y apasionado con este arte.

También continuaré con mis proyectos fotográficos personales, sobre todo, con la fotografía gastronómica y comercial. Me gustaría que en algún futuro cercano pueda exhibir una galería con este tipo de fotografías y espero que también sea de la mano con los amigos de Foto Espacio Bolivia, quienes me brindaron esta oportunidad y donde también doy algunos talleres. Asimismo, espero continuar viajando y explorando nuevos lugares, conocer más el oriente y el norte y, si las condiciones se dan, llegar a otros lugares de nuestro globo.

Harold Dennis Martinez Leyva Nació en La Paz el 4 de abril de 1994. Trabaja como fotógrafo y productor audiovisual, es licenciado en Comunicación Social.

Experiencia Trabaja con instituciones estatales y ONG desde hace cinco años. Se especializó también en fotografía de productos con diferentes marcas de empresas en La Paz, Cochabamba y Tarija

La cinta del premiado director Ali Abbasi se inspira en la historia real de los crímenes de un asesino serial de 16 prostitutas iraníes

Por Pedro Susz K. / 5 de febrero de 2023

El curador Luis Vedia reseña la exposición de arte fantástico en honor del artista Manuel Nogales

Por Luis Vedia Saavedra / 29 de enero de 2023

La combinación de comedia con suspenso logra una película que hace reír y saltar del asiento

Por Miguel Vargas / 29 de enero de 2023

Es uno de los mejores cuentistas de Bolivia, un amante de los libros de viejo; fundó revistas, editó a Víctor Hugo Viscarra, es Manuel Vargas Severiche.

La Paz / 12 de febrero de 2023 / 07:41

Manuel Vargas Severiche es un tipo serio. Serio y responsable. Rara vez sonríe, a ratos parece un hombre triste, no por nada uno de sus mejores libros de relatos se llama Cuentos tristes. Cuando le pregunto por sus recuerdos de infancia en la comunidad de Huasacañada, a cinco kilómetros de Vallegrande, se emociona. Su voz se entrecorta, brotan algunas lágrimas que rápidamente reprime. Mientras apunto sus palabras, trato de no mirarle a los ojos. Trato de no invadir este momento íntimo de quiebre. Después, cuando llego a mi casa, me entra una sensación de culpa: debería haber dado un abrazo a ese niño de Vallegrande que suelta un par de lágrimas todavía. Llorar limpia las penas, lava el corazón. El patriarcado ha mutilado nuestra capacidad afectiva de sentir y expresar emociones. No se llora sin abrazo, pero. Debería haber abrazado a Manuel Vargas.

Manuel nace un seis de marzo del año de la revolución nacional. Hoy tiene 70 pero aparenta menos edad. Será flaco por siempre. Vive desde hace más de una década en Alto Achumani, en Jitita Pampa. Su casa —por aquel entonces solitaria— está ahora rodeada de horribles condominios privados con nombres de flores; primera terraza, segunda terraza, tercera terraza. En Huasacañada, en los años 50, cinco kilómetros y medio era harto. Manuel no dice cinco kilómetros, dice “una legua”.

Vargas vive en su comunidad hasta los diez años y medio. Hoy recuerda a sus ovejitas pastando por los cerros, a las vaquitas. Recuerda que llegar hasta Vallegrande era un mundo, había que caminar o cabalgar una legua, había que cruzar el río que muchas veces rebalsaba. Manuel se convertirá en escritor para rememorar aquellos años olvidados, para imaginar esa infancia donde fue feliz en compañía de sus padres y sus nueve hermanos. “Cuando volví años después, las ovejitas ya no estaban, una gran sequía había arrasado con todo; mi mundo había desaparecido; ya no soy de aquí, no soy de ninguna parte, pensé”. Es entonces cuando el escritor se emociona grave. Nunca volverá a ser aquel muchacho de Vallegrande.

La literatura sirve para muchas cosas, a Manuel Vargas le ha servido para fundar Huasacañada de nuevo; con sus cuentos y novelas ha recuperado su arcadia feliz, ha fabricado recuerdos y consuelos, ha reposado el alma. “Quería volver a ser aquel niño y no podía, fui idealizando mi comunidad con mis escritos; era una situación psicológica de conflicto, con mi obra recuperé ese mundo perdido, mi infancia”. De sus nueve hermanos solo viven dos (en Santa Cruz): Rosa y Dolly. Su padre, Bernabé Vargas Hurtado, vivió hasta sus 90 años y tuvo su primer hijo (Gregorio) a los 26. Luego llegaron Luciano, Felicia, Justa, Santiago, Raquel, Bertha (que murió hace un año) y Manuel.

La madre, doña Josefa Severiche Villagómez, quería que alguno de sus hijos fuera cura. “Era muy religiosa”. La china le toca al último, a Manuel, que con 10 años y medio sale por primera vez de la comunidad, se sube a un bus y parte a Tupiza, “el fin del mundo”. La flota Galgo se accidenta y mueren tres personas. El niño Manuel se desmaya, una chica brasileña sale despedida por la ventana. Su rodilla se llena de “añapancus”, su cabeza sangra.

En el seminario cerrado de los Misioneros Redentoristas de Tupiza está prohibido reírse. Manuel ha terminado ahí, pues esta congregación de curas franceses tiene una parroquia en Vallegrande. El chango Manuel parte con gusto, pues quiere conocer mundo, aprender idiomas. Estará tres largos años en Tupiza. Al cuarto marchará a Cochabamba, a otro seminario, esta vez más abierto. El colegio es el Pío XII de la por entonces avenida Perú (actual Heroínas). “Los curas eran españoles, del seminario San Luis. El grupo de los Redentoristas estábamos al principio bien calladitos; me reía y nadie me decía nada. Las cosas habían cambiado con el Concilio Vaticano II”. En la escuela, Manuel lee harto; entre los libros cae en sus manos la Odisea de Homero. Se prende con un capítulo de Ulises. “Si me gustan los libros, ¿qué estudio?”, le pregunta a su hermana Dolly. “Literatura”. “¿Y dónde enseñan literatura? En La Paz. Dicho y hecho. De Cochabamba se va.

El primer profesor es un joven beniano llamado Pedro Shimose Kawamura, poeta. Da cursos básicos de Introducción a las Letras en la antigua Escuela de Filosofía y Letras. Hasta hoy, Manuel intercambia cartas con Pedro que por aquel entonces se va a vivir a Madrid, para nunca más volver. Corre 1971 y Pedro y Manuel, Manuel y Pedro, fundan una revista, todo un clásico. Se llama Revista Difusión, apoyada por la librería y editorial del mismo nombre, propiedad de Jorge Catalano Aramayo; librero, poeta, crítico musical; padre italiano, madre boliviana; el hombre que escribiera la más completa biografía de Chopin en todo el mundo.

En la librería Difusión del Prado (abierta en 1960 y cerrada en 1983) quien no caía, resbalaba. Jaime Nisttahuz, Alfonso Gumucio Dagrón, Matilde Casazola, Shimose, Vargas y Silvia Mercedes Ávila, entre otros, se juntan, se leen. “Incluso entrevistamos al ruso Yevgueni Yevtushenko, poeta; de paso por La Paz”. El también diputado de la URSS y director de cine venía de visitar el Perú del presidente Juan Velasco Alvarado.

Cuando la dictadura de Banzer cierra la universidad, Shimose le dice: “¿qué vas a hacer? Vuelve a tu pueblo y escribe”. Shimose, que vive en la calle Rosendo Gutiérrez del barrio de Sopocachi, predica con el ejemplo y se va a España. Antes, junto a Catalano, le regala una caja con hartos libros para sobrevivir en Vallegrande; desde el español Camilo José Cela hasta el argentino Juan Carlos Dávalos, un cultor de los cuentos tradicionales andinos. “Acá, en La Paz, solo quedan los concursos de canes, agarra esta caja con libros que hemos juntado en la librería, regresa y lee”.

Unos años después (1978), Vargas escribe su primera novela Los signos de la lluvia y gana la primera mención del premio de la editorial Difusión con derecho a publicación. En el jurado, cree recordar, están Shimose, Óscar Rivera Rodas y Óscar Cerruto. “Fueron intentos de cuento sobre Vallegrande mezclados con amores platónicos de la universidad, con el estilo de la época, un poco de Faulkner, un poco de Joyce, un poco del Boom de los 60, monólogos interiores…”.  Dos años después, en 1980, publica Rastrojos de un verano: se ha dado cuenta de que su tema literario pasa por la recuperación de aquel mundo perdido vallegrandino.

A mediados de los 70, trabaja en CIPCA (Centro de Investigación y Promoción del Campesinado). Viaja por todo el altiplano en compañía de Xavier Albó. “Tenía un humor fantástico, todo lo decía en chistes, hablaba perfectamente el aymara y conocer la realidad del pueblo aymara de su mano me marcó”. Manuel está encargado de los programas de radio, guioniza y luego sus textos son traducidos al aymara. De esta época (1974) es su primer libro Cuentos del Achachila, que no son relatos sino una fábula. La primera crítica de su primera obra la firma Rubén Vargas (“siempre nos confundían”).

Milita en el MIR en el Frente Campesino, introducido por un colega de laburo en CIPCA, Franz Barrios. Comparte con Antonio Araníbar, con Guillermo Capobianco, con Juan del Granado en el Comité Interfacultativo de la universidad; viaja a las minas; farrea con Artemio Camargo en Siglo XX. “Éramos rebeldes, todos soñábamos que al día siguiente caía Banzer”.

Pero la política no lo es todo, la literatura se ha cruzado en el camino de manera inexorable. Se junta con escritores y pintores. A finales del 76, nace la mítica revista Trasluz (Libros-Relatos-Poesía-Apuntes). En la tapa hay un perro destrozando un libro con un gramófono sobre su lomo. Es una ilustración de Édgar Arandia Quiroga. Dirigen la revista René Bascopé Aspiazu, Jaime Nisttahuz y Manuel Vargas. Colabora también un poeta nicaragüense llamado Mario Santos (fallecido en 2011), amigo de Ernesto Cardenal, que pulula por La Paz en aquellos años. La revista sale de la imprenta de don Roberto Millán Bueno.

Los 70 son maravillosos/odiosos. “Se escribían los primeros cuentos y los primeros poemas. Y también muchos vómitos y discursos y manifiestos. También nos peleábamos. Se discutía sobre costumbrismo y realismo socialista; y cada uno creía tener la razón. Los ambientes de nuestros escritos podían ser la violencia y la pobreza urbanas (René Bascopé), pero también las nalgas de las oficinas públicas (Jaime Nisttahuz), la arenosa frontera con sus trenes (Félix Salazar), las minas con sus fantasmas (René Poppe), extraños personajes de la penumbra (Ramón Rocha), lugares ubicuos (Alfonso Gumucio), la avenida Buenos Aires y sus olores (Humberto Quino) y mis cerros y mis vaquitas que nada tenían que ver con el dictador de turno”.

Pero no todo son letras, discusiones y conspiraciones, Manuel también se casa. Ha conocido a la hermana de Loyola Guzmán, Vicenta, con la que tendrá dos hijos: Manuel y Luciano. Vivirán durante 15 años en Villa Copacabana, su barrio.

—Llevas más de 50 años en la ciudad de La Paz, ¿te sientes paceño, Manuel?

—Cuando salí de Vallegrande no me sentía de ningún lugar. Cuando volvía a mi comunidad sentía dolor y molestia, por lo perdido. Hasta hace poco iba a ver a mis sobrinos, ya no voy. Viajé por toda Bolivia, conozco casi todo el país. Vivo en La Paz desde los 70, he vivido en Achachicala, Vino Tinto y en un cuartito de la Guachalla en Sopocachi cuando llegué por primera vez; en Villa Copacabana, cuando me casé; en Obrajes y ahora en Achumani, pero no me considero paceño. Me considero boliviano, he aprehendido mi país.

Un día, a inicios de los 80, publica un cuento en el suplemento Presencia Literaria. Se llama Mal de ojo. El relato le cuesta un exilio. “No me fui a Suecia un año y medio, donde vivía una cuñada mía, por la dictadura de García Meza; me fui porque el Comité Cívico pro Santa Cruz me puso un juicio por difamar el honor de la mujer cruceña, entre comillas; pensaron que yo había retratado a todas las mujeres de Santa Cruz como putas”. En Estocolmo aprende sueco, estudia matemáticas, oficios y sigue escribiendo (La mujer del duende) sobre Vallegrande, sobre su paraíso perdido.

Cuando vuelve a Bolivia trabaja en Televisión Universitaria bajo la dirección de Luis González Quintanilla. “Ya había laburado en el Trece en los 70 cuando se creó el canal, en esta nueva etapa me tocó cubrir el golpe de García Meza”. La década de los 80 le consagra como afamado cuentista. Publica los libros de relatos Cuando las velas no arden, El sueño del picaflor, Cuentos de ultratumba y su famoso Cuentos tristes.  En los 90, colabora con la revista infantil Chasqui.

Recién con el nuevo siglo lograr escribir más allá del universo recreado de su Vallegrande y se atreve a plasmar a la ciudad de La Paz en su obra. Es Nocturno paceño (2006). Vargas revisita en esa novela —que se lee como relatos— aquella Bolivia de los 70; aquellas noches de bohemia y frío; aquella lucha antidictadura y viajes a las minas; aquellos amores clandestinos.

En 1996 funda una revista, otra revista; es la recordada Correveidile, órgano de difusión de la obra de jóvenes cuentistas como Wilmer Urrelo, futuro ganador del Premio Nacional de Novela; propaganda para rescatar a los viejos cuentistas de antaño, olvidados. “Fue una linda época, nuestro tiraje alcanzaba los mil ejemplares, se agotaba la revista y teníamos que reimprimir; en la última época no podíamos vender los 300 que hacíamos, con el internet la gente dejó de comprar revistas”.

En esta aventura es acompañado por dos viejos amigos, Adolfo Cárdenas y Marcela Gutiérrez. “Buscábamos al lector, queríamos contribuir con nuestro granito de arena a la difusión de nuestra literatura boliviana, en cuento”. Años más tarde (en 2016), Manuel va a ser el encargado (ideal) de agrupar a la selección boliviana del relato en la antología publicada por la Biblioteca Boliviana del Bicentenario (BBB).

Con la publicación de cientos de cuentos en Correveidile, cae en otra cuenta: la tradición oral, (la conservación y transmisión de los relatos ancestrales) es lo suyo. Actualmente, desde la pandemia, Vargas se ha dado a la tarea (gigante) de reescribir cientos de estos relatos (en castellano, aymara, quechua y guaraní). También afina un libro autobiográfico llamado Mi vidita.

Vargas es un crítico acérrimo de la literatura boliviana que hoy se autodenomina “moderna, universal, urbana y estética” y no cree que antes se escribía mal y ahora se escribe bien. “Antes existía la sociedad, existía la represión, los mineros, los campesinos, en síntesis, existía un país llamado Bolivia. Ahora, para ciertos escritores y sus bomberos, ah, qué suerte, ya nos hemos librado de esos lastres. ¿Para qué hablar de Bolivia, para qué referirse a las vaquitas o a los militares o a los mineros? Somos parte de la modernidad. La literatura está en otra parte. Y más de una vez se dice, como certificado de calidad, tal novela es tan moderna que no ocurre en Bolivia sino en cualquier parte del mundo. Entonces, debe ser buena. En todo tiempo se ha escrito buena y mala literatura”.

A pesar de su frondosa obra (seis novelas —la última Sal de tu tierra de 2014—, y nueve libros de cuentos) muchos conocen a Vargas como el editor de Víctor Hugo Viscarra. Y lo que es peor, algunos creen que Vargas reescribía los libros de “Viscarrita”. O peor aún, que hizo (mucha) plata con sus obras, pirateadas hasta el infinito, por cierto. Manuel niega todo.

También puede leer: Siempre será 1908

—¿Cómo conoces a Víctor Hugo?

—Yo era jefe de producción del canal 13. Víctor Hugo ya había publicado su Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano y también un libro de cuentos en Cochabamba junto a Urbano Campos. Cuando vuelve a La Paz se contacta con Nisttahuz y éste le dice que me busque, pues nosotros ya publicábamos la revista Correveidile, que también era editorial. Nos vimos y me entrega sus manuscritos desordenados en una caja. Junto a Germán Arauz, que editaba los cuentos de la revista, nos ponemos a la tarea y sacamos el Alcoholatum y otros drinks. Germán, que trabajaba de periodista cultural en La Razón, era bueno para titular y él se encargó de eso, en este primer libro y en el Borracho estaba pero me acuerdo. Viscarra no se apareció en la presentación que hicimos del Alcoholatum. Era su manera de ser, “brilló por su ausencia”, como solía decir. “Lorito” Orihuela hizo una crítica muy elogiosa de aquel primer libro. Luego nos metimos con su autobiografía, el Borracho estaba...  Lo transcribí en mi computadora y lo trabajamos con Germán, que volvió a titular. Agotamos dos ediciones de mil ejemplares cada uno; del Chaqui fulero, el libro póstumo, vendimos tres mil, todo un récord. Siempre pagamos al Víctor Hugo el porcentaje que quedábamos, el 30%, mucho más de lo que pagan las editoriales convencionales; nunca fui un buen comerciante. Los que aseguran que lo que hacía Viscarra no era literatura, los que juran que él no escribió nada, que era un negocio mío, nunca me lo dijeron en mi cara. Lo único que hacen es menospreciar a Víctor Hugo; él dijo su verdad a su manera y punto; fue un escritor auténtico y nadie puede pedir nada más. Todas esas críticas y ataques se explican por nuestro carácter envidioso”.

De las dos ediciones con sellos en Argentina (Libros del Náufrago sacó una tapa horrible) y España (editorial Mono Azul de Sevilla), Vargas no tiene buenos recuerdos. Con ambas firmó un contrato, recibió un adelanto, pagó su parte a Viscarra y luego “chaucheras”, que diría el Victor Hugo en coba. “Me fumaron”.

—¿Queda algún texto de Viscarra por publicar?

—Publiqué el 80%, el 90% de lo que Víctor Hugo me dio. Cuando murió, entregué todo a su sobrino, Juan Pablo Ortega Viscarra. Creo que se va a publicar con la editorial 3600 algún material nuevo. El sobrino cree que su tío sigue siendo una veta para hacer negocio.

Estamos charlando en medio de la tupida biblioteca personal de Manuel Vargas. Junto a su lado yace una máquina de escribir, marca Remington, herencia de un suegro. Nos rodean más de ocho mil libros, la gran mayoría comprados en los puestos de viejo de la ciudad. Es una pequeña habitación dentro de la casa. Es su paraíso en la tierra. Manuel Vargas vuelve a ser aquel niño de Vallegrande cuando se aísla del mundo y se pierde en su remedio/refugio de letras.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo H.

El más grande ceramista de Bolivia cultiva el arte de la tierra y el fuego en su casa/taller de Mallasa. Alista una nueva exposición sobre el salar de Uyuni.

Por Ricardo Bajo / 5 de febrero de 2023

Esto es un viaje a 1908, un recorrido por la ciudad de La Paz a principios del siglo pasado cuando 12 changos fundaron un club para siempre, The Strongest

Por Ricardo Bajo H. / 29 de enero de 2023

La combinación de comedia con suspenso logra una película que hace reír y saltar del asiento

Por Miguel Vargas / 29 de enero de 2023

Por Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri)

La Paz / 12 de febrero de 2023 / 07:25

Fuimos a Salta por un examen médico de Carito. Días tensos. Todo salió bien. De premio, decidimos ir a Baires unos días y salir de médicos y enfermeras que todo el año nos jabonaron. Lo mejor: ella respondió bien a las exigencias del viaje. Agarramos un cuartito vía Airbnb cerca de la entrañable calle Güemes que nos esperaba con sus árboles añejos y pecosos. Caminamos lentamente siguiendo la resolana, acordándonos de momentos felices, Palermo regolodeaba:  verano tibio y tranquilo, muchos porteños ya estaban en la costa. Ingresamos a una frutería a comprar plátanos y cerezas, la señora que nos atiende me mira sorprendida y dice: “¿usted no es… esee… el Papichi?”. “Sí, señora— le digo— el mismo”. “Mirá vos. A usted lo veía cantar cuando yo era niña, yo veía pues Sábados Populares en Potosí… ¡María!”, grita y sale del fondo una adolescente estilo Merlina. “¡Él es el Papichi!”, le dice. La nena me mira desde los pies, se detiene en mi panza, nos miramos a los ojos. “¿Quién?”, increpa con asco. “Él era un gran artista en mi época hijita, es de Bolivia”. “Ahh —dice Merlina con más cara de asco— Sssho a Bolivia no vuelvo ni loca, me indispone”, dice en porteño perfecto. “Sí, pues, don Papichi, mis hijos no quieren volver, se ponen mal ya en Humahuaca y el frío les hace correr más”.

Merlina ingresa a una puerta mágica, qué habrá ahí adentro, quizás un mega ordenador o una ciber habitación. Carito ya tiene las frutas, pagamos, entonces sale de la puerta mágica un chiquito bien potosino —de unos siete, ocho añitos— y nos mira. “¿Qué te llamas?”, le digo. “Jakson”, dice y se va con la camiseta de Messi a pelotear en la vereda de Palermo. “Así son los chicos ahora, señora, nada reconocen, no tienen patria”, dice la señora dándonos el cambio. Nos despedimos con un abrazo en tres tiempos.

Seguimos caminando Güemes con sosiego, es un atardecer magnífico, los árboles de Buenos Aires nos protegen, son árboles que cabecean dando una sombra tibia, la resolana ayuda, hace calor. Caminando caminando pasamos una cafetería a medio abrir, están sentados unos cinco jóvenes, rozamos su mesa, uno dice: “¡Cómo es Papirri!”. “Hola, hermano”, le digo y seguimos caminando. Uno de ellos era cara conocida, trato de acordarme quién era, su cara me suena, me suena a farra feíta en Madrid no sé por qué. Carito está realmente cansada, vamos llegando hasta Vidt, ahora me entero de que había sido un héroe libertario patrio, ahí, en Santa Fe y Vidt estaba nuestra guarida, un cuartito práctico con su velador, bañito, cocinita y el urgente aire acondicionado.

Al día siguiente es Navidad, está vacía la ciudad, caminando caminando decido comprar unas florcitas olorosas, me las vende otro cara conocida. “Somos de Bolivia”, le digo. “Sssho soy de Cuzco”, responde en porteño. Le pago, huelo las flores, “son esplendidas”, le digo. “Gracias, hermano”, asiente. “¿No será que me puedes cambiar unos dólares?”, pregunto. “A veeer” —mira su celular— Hoy está 330, te doy a 320”. “¡Ya!”, cierro el trato mientras ella descubre un restaurant medio lujoso, el único abierto, que sea almuerzo navideño, le digo dándole un abrasol.

 “Hoy cerramos a las 3.00”, indica una señorita guapa de bienvenida. Mientras limpia la mesa, le pregunto el nombre. “Soy Alicia”, cuenta que es de Quilmes, que viaja dos horas para llegar a trabajar, que hoy saldrá más temprano, por suerte. “Es que es Navidad, en día normal termino el laburo a las 12.00 y salgo corriendo para hacer dos horas de vuelta a Quilmes”, cuenta poniendo un pan tostado con ajo que es una delicia. Pido una cerveza prohibida, Carito sorbe la espuma, la disfruta con sus ojitos de niña, es una birra medio rojiza, deliciosa, antes nos entusiasmábamos y salíamos de los restaurantes a continuarla, “esa vida ya pasó”, dice feliz, brindando con soda de sifón. Salimos bien contentos, compramos unos sanguches de miga con pan integral, media docena de medialunas, tomamos un delicioso helado de dulce de leche. Palermo atardece, lo único abierto es un almacén de chinos, entro rápido, me alzo una cerveza negra grande, la chinita muda me cobra con botella más, dando el cambio como tirando dados.

También puede leer: El papirri: 43 años de canciones

Al llegar a nuestra guarida rozamos un anciano durmiendo en un banco de parada de bus, ella quiere lagrimear, la soledad pica. Ya en la entradita al cuartito azul porteño vemos que hay una familia esperando, me refriego las ojeras: “¡Sorpresaaaa!”, dicen los seis: la Claudia y el Loncho con sus cuatro guaguas nos esperaban con un par de ollas grandes, nos abrazamos laaargo. “Qué grande está el Danielito, y túúú…”. “Feliz Navidad, Papichi”, me dice Raquel, la mayor. “Toda una, señoritaaa”, le digo a la Claudia mientas la Carito se besa con la Eli y la Glorita. Entramos todos al ascensor apretujados, cargando las ollas sagradas que contenían una deliciosa y mágica picana hecha en casa, el cuartito se hincha de felicidad. Con el Loncho nos apuramos a ir donde el chino, ya estaba cerrado, le digo “no hay problema, hermano, hay una cervecita”. “Sí, pues, acá ya está todo cerrado hasta mañana en la tarde”, dice abrazándome. Caminamos por Güemes recordando aventuras de mi anterior estadía como artista internacionalmente desconocido, me cuenta que fue jodido llegar con la picana desde Mataderos, “pero nos trajo una compatriota que tiene aquí cerca una frutería”. Con amigos así, la vida florece de emociones. Pa ques decir.

Texto: EL PAPIRRI :Personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta

El diseñador Hamid Kalani Molina presentó una nueva colección que reinterpreta los aires victorianos.

Por Miguel Vargas / 5 de febrero de 2023

El más grande ceramista de Bolivia cultiva el arte de la tierra y el fuego en su casa/taller de Mallasa. Alista una nueva exposición sobre el salar de Uyuni.

Por Ricardo Bajo / 5 de febrero de 2023

Es uno de los mejores cuentistas de Bolivia, un amante de los libros de viejo; fundó revistas, editó a Víctor Hugo Viscarra, es Manuel Vargas Severiche.

Por Ricardo Bajo H. / 12 de febrero de 2023

El premiado documental del director, guionista y productor cochabambino Eduardo Gómez explora el impacto del ser humano

La Paz / 12 de febrero de 2023 / 07:15

Casi a escondidas, como lamentablemente suele a menudo acaecer, pasó por las carteleras locales esta ópera prima del director, guionista y productor boliviano Eduardo Gómez (Cochabamba/1986). Licenciado en Comunicación Social, en 2007 se especializó en cinematografía en la escuela internacional de cine “La Fábrica”.

En 2018 su proyecto La conquista de las ruinas fue seleccionado por el programa Ibermedia, obteniendo de tal suerte apoyo en efectivo para su producción. En 2021 tuvo un destacadísimo recorrido en varios festivales. Consiguió el premio a Mejor Guion en la segunda versión de los Job Film Days en Italia. Es un certamen especializado en películas focalizadas en temas vinculados con el mundo del trabajo y los derechos de los trabajadores. La decisión del Jurado señalaba: “Por la profundidad de la escritura cinematográfica con la que da forma a su tema, mostrando a través de un mosaico de realidades y voces muy diferentes el incesante movimiento de transformación y destrucción de la tierra. La historia ilumina las consecuencias de la explotación y refleja un conflicto actual sobre la forma en que habitamos nuestro mundo”. De igual manera en Italia recogió el galardón a Mejor Fotografía en el Festival Internacional Cinemaeambiente Avezzano. Fue reconocido como Mejor Documental en el Festival de Cine Latinoamericano “Gerardo Vallejo” de Tucumán (Argentina) y en la segunda edición del Festival Internacional y Latinoamericano DOCA (Buenos Aires) fue premiado asimismo como Mejor Largometraje Documental Latinoamericano. Por último cosechó un reconocimiento especial en el DOK Fest de Munich (Alemania).

Volviendo al principio. Este recuento, además de hacer justicia, busca subrayar el extremo absurdo implícito en la falta de adecuada promoción y difusión que posibilita el señalado tránsito, poco menos que clandestino, de producciones propias relegadas, para peor, a ser proyectadas muy pocos días y en horarios limitados, todo lo cual las sitúa de entrada en franca desventaja frente a los estrenos venidos de fuera, sobre todo de la así llamada Meca del cine hollywoodense. Adicionalmente es un síntoma de la carencia de políticas integrales de apoyo a la producción fílmica boliviana, igualmente constatable en el cierre, momentáneo esperemos, del Programa gubernamental de Intervenciones Urbanas (PIU) lanzado en 2019, cuyo respaldo financiero resultó decisivo para permitir la concreción de varias importantes iniciativas en el ámbito cinematográfico.

Entremos empero en materia. Resulta indudable desde las primeras imágenes que Gómez se tomó muy en serio su trabajo, comenzando por la riesgosa decisión —sobre todo desde el punto de vista de los mercados potenciales—, de rodar un documental enteramente en blanco y negro, lo cual lo enfrentaba a varios malentendidos prevalecientes entre un público embobado por las fórmulas de la industria del entretenimiento: que el documental es un género reservado por entero a ser difundido por la Tv y las redes; que el documental es poco menos que una variante de los noticieros; que el blanco y negro es aburrido por definición, pasado de moda. Y añada usted otras boberías a la lista.

El referido celo creativo también queda patente cuando, muy pronto, se advierte la negativa del director a limitar su hacer al prolijo relevamiento visual de algunas huellas del pasado. Más al contrario, hay un riquísimo subtexto retando al espectador a reflexionar acerca de las averías provocadas por los modelos de expansión urbana con raíces en las premisas heredadas de la conquista con relación al derecho antropocéntrico de explotar a gusto y sabor el entorno y las demás especies terráqueas.

En buena medida la mirada impresa a La conquista de las ruinas posee varios lazos de parentesco con la teoría del Antropoceno. El término, inicialmente acuñado por el biólogo estadounidense Eugene F. Stoermer, fue popularizado al despuntar el siglo en curso por el premio Nobel de Química Paul Crutzen científico holandés,  el cual  propuso utilizarlo para nombrar una nueva era geológica caracterizada por los devastadores efectos de la acción humana sobre la diversidad biológica y las condiciones geofísicas del planeta entero. De acuerdo a la teoría en cuestión el aumento incesante en la atmósfera de los gases de efecto invernadero como producto del uso industrial intensivo de energías fósiles y el consumo cada vez más desenfrenado de los recursos naturales, serían las causas esenciales para haber llevado la tierra a la antesala de su irreversible devastación y a la propia especie de los sapiens hacia el borde de su extinción, al haber perturbado el relativo equilibrio mantenido por el sistema terrestre desde los comienzos de la era holocena 11.700 años atrás.

No hay por cierto en el film de Gómez ninguna mención explícita a la tesis de Crutzen, pero el modo en cómo encara políticamente, sin subrayados demagógicos, su visión del pasado de las civilizaciones americanas hoy convertidas en ruinas posee, anoté arriba, evidentes similitudes críticas con la perspectiva de aquel respecto a los fatales equívocos que trajo consigo un modelo de estar en el mundo, y relacionarse con él, apresado en la falacia del progreso como sinónimo de consumismo creciente. Específicamente en el caso de la realización de Gómez, en el ensanchamiento de las áreas urbanizadas en función de los cálculos especulativos de las empresas inmobiliarias.

El rodaje tuvo lugar en tres ambientes diferentes, pero en definitiva igualmente esquilmados: Villa El Chocón, localidad situada al norte de la Patagonia argentina en las provincias Neuquén y Río Negro; Orcoma, aldea localizada en Capinota en el departamento de Cochabamba; los humedales cercanos a los ríos Paraná y Paraguay, justamente en la provincia argentina, asimismo, de Entre Ríos, pero que se extienden hasta el partido de Tigre en la provincia de Buenos Aires.

También puede leer: Araña Sagrada

A pesar de no contar con protagonistas, en el sentido convencional del vocablo, los testimonios de cinco personas directamente implicadas en el asunto son uno de los sustentos medulares de la narración. Esas personas son: Juan Cuevas, obrero boliviano mudado a la Argentina donde trabaja hace años en la industria de la construcción. Sebastián Apesteguía, paleontólogo argentino. Sus compatriotas, Mayko Crispín, albañil empleado de una cantera, Reinaldo Roa y Santiago Chara, descendientes de los habitantes originarios de las comunidades de Tigre, quienes se oponen a la construcción de más lujosos countries en las tierras que pertenecieron a sus antepasados, los restos de muchos de los cuales se encuentran sepultados, al igual que sus huellas.

A su turno cada uno de ellos sintetizará, en frases cortas y contundentes, la compleja problemática social e histórica escondida debajo del avance de la civilización capitalista sobre los rastros del pasado y el espacio.

Así Roa y Chiara demandan: “Nosotros pedimos que nos devuelvan los cientos de cuerpos de nuestros ancestros que quedaron debajo de los countries. Las inmobiliarias no solo nos dejaron sin tierra, sino también sin memoria”. Por su parte Apesteguía reflexiona: “Cada momento en la tierra tuvo su flora y fauna característicos, con sus propias reglas, y las mismas dan paso a otro momento  también sus propias reglas. Nuestro momento en el planeta está siendo signado por todo lo que le estamos haciendo a la tierra”. Y Cuevas redondea: “Los  obreros construimos las casas y los edificios con todo nuestro esfuerzo sabiendo que nunca vamos a poder habitar esos lugares”. Lugares que, por otra parte, también serán arrasados si seguimos por donde vamos. Siempre y cuando podamos seguir, claro.

Los testimonios mencionados comienzan por el relato individual de cada uno acerca de sus labores en el día a día, pero de a poco se van entrecruzando, a medida que lo expuesto toca asuntos más comunes afloran los lazos entre las visiones propias de las raíces culturales de las que provienen. Ese tejido se debe al cuidado de Gómez para colocar cada pieza en su lugar con la ayuda del montaje igualmente minucioso de Tetelbaum. Y así sale a luz la clandestinizada colisión entre dos cosmovisiones antagónicas proveniente desde los tiempos de la conquista y concernientes a la relación del individuo con su entorno. Las ruinas provocadas por la imposición de una de esas miradas sobre la otra ofrecen de por sí un juicio de valor que le cabe al espectador poner sobre la balanza sin necesidad de remarcados sobrantes.

Es muy probable que, en algún grado, el estilo optado por el realizador tenga alguna deuda con la controversial  Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio/1982) película experimental que en su momento levantó un sonado alboroto controversial al carear la visión del mundo de la etnia indígena norteamericana de  los Hopi, en cuya lengua, adoptada para el título, la palabra connota “vida en desequilibrio”, con los espejismos tecnocientíficos a cuyo impacto atribuyó Reggio el efecto demoledor sobre la naturaleza de las premisas de la modernidad occidental y su hijo pródigo: el capitalismo.

La poderosa, a momentos hipnótica fotografía del propio Gómez, quien se abstiene de cualquier artificio para acentuar el carácter “artístico” de la misma, es otro de los sostenes de la solidez de la película. Dado que para la interpelación reflexiva propuesta por la película pesa más la contextualización que el detalle, los primeros planos son contados (estrictamente los necesarios), predominan las panorámicas y las tomas generales. Y la consistencia denotativa del producto final se beneficia asimismo con la música de Nicolás Deluca, valiéndose de grabaciones electrónicas que contribuyen discretamente a profundizar el contraste entre el pasado y la actualidad.

A guisa de resumen final. El sugestivo debut de Gómez, a tiempo de abrir un holgado margen de crédito sobre sus venideros emprendimientos, deja flotando un par de preguntas sustanciales: si resulta factible configurar una identidad sobre los escombros del ayer y cuál de las dos facetas inherentes a la condición humana, la constructiva o la destructiva, terminará prevaleciendo. Cada quién dirá.

Título original: La conquista de las ruinas – Dirección: Eduardo Gómez – Guion: Eduardo Gómez - Fotografía: Eduardo Gómez - Montaje: Damian Tetelbaum - Música: Nicolás Deluca – Sonido: Joaquín Rajadel – Diseño: Claudia Aruquipa - Producción: Facundo Escudero Salinas, Nicolás Münzel Camaño, Ariel Soto -  Testimonios: Juan Cuevas Bráñez, Mayko Crispín Méndez, Reinaldo Roa, Santiago Chara, Sebastián Apesteguía - Bolivia, Argentina, España/2020

Fotos: La conquista de las ruinas

El curador Luis Vedia reseña la exposición de arte fantástico en honor del artista Manuel Nogales

Por Luis Vedia Saavedra / 29 de enero de 2023

Por Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri) / 12 de febrero de 2023

El fotógrafo paceño Harold Martinez expone una serie de imágenes de paisaje en el hall de la Casa de la Cultura.

Por Miguel Vargas Saldías / 12 de febrero de 2023

El más grande ceramista de Bolivia cultiva el arte de la tierra y el fuego en su casa/taller de Mallasa. Alista una nueva exposición sobre el salar de Uyuni.

La Paz / 5 de febrero de 2023 / 08:36

Mario Sarabia ha hecho miles de cerámicas. Cada vez que comienza una se pregunta lo mismo: “¿Para quién estoy haciendo esta?”. Nunca sabe al inicio para quién. Sarabia es un alfarero/ceramista que cree en el misterio, en el espíritu; ambos invisibles. Hay varias fotos y cuadros de Picasso en su taller. Nos ponemos a charlar del malagueño; este 8 de abril se cumplen los 50 años de su muerte.

— ¿Acaso Picasso soñó que tú y yo íbamos a estar hablando de él en esta última tarde de enero acá en Mallasa? Es el destino, son las cosas que fluyen. Picasso nunca imaginó ser tan grande, él simplemente trabajaba y trabajaba. Que Graciela Rodo Boulanger haya venido a mi taller hace 14 años y me diga maestro. Nunca lo soñé siquiera. El arte es misterio. ¿Qué te ha traído a mi casa para charlar justo ahora? Eres un mensajero del arte enviado por su espíritu. ¿Qué irás a escribir luego? En esta conversación he recordado cosas que creía haber olvidado. Yo haré ejercitar tu imaginación cuando vuelvas a tu hogar y hagas la nota.

Llevo ocho páginas escritas a mano por los dos costados. Han pasado cuatro horas de ameno diálogo, previo recorrido por el taller del más grande ceramista de Bolivia. Levanto la vista del papel y miro a Mario Sarabia después de sus enigmáticas palabras.

Misterio, espíritu invisible, destino, suerte. Sarabia habla como si fueran dioses paganos. Mario es un creyente. Cree en el arte del fuego, en el fuego del arte; en el espíritu de la cerámica. Es un demiurgo; parte del caos y lo ordena para construir su universo con un par de líneas; crea una vasija con llamitas que caminan la noche del salar a partir de un montón de barro del Valle de la Luna. Son copias de un mundo ideal, copias que nacen del fuego y la tierra, del aire y del agua. Del color. Demiurgo significa literalmente “maestro”, “supremo artesano”, “hacedor”. El demiurgo es un segundo dios. “Nunca digo que soy artista, un artista lo es después de mucho trabajo y suerte; el arte te lleva hasta donde quiere llevarte, esa es la suerte”.

Las criaturas de Sarabia son llamas, toros, pájaros, montañas, cabras, seres celestiales, pumas. Mario, a sus 70 años, tiene pinta de Noé, de patriarca de Mallasa. Vive cerca del zoológico y ha sido dirigente de la zona. Llegó al barrio hace 32 años. Y ha construido —sin ayuda de arquitectos— su particular arca. Tiene tres perros (Bola, Estrella y Nucita) y dos gatos (Bowie y Gastón). Bowie es un pequeño dios blanco que merodea sigilosamente por el taller mientras hablamos. A ratos se pone celoso (todos los dioses lo son) y se trepa al cuello del artista.

En el arca de Mario también viven cientos de llamitas, toritos y pajaritos (así los llama, en diminutivo siempre). Existen solo cuando el visitante los contempla, cuando la imaginación del que mira convierte un par de líneas y trazos en una llama/toro/pájaro. Entonces, el demiurgo se libera. Nos ha hecho creer cosas, de ahí nace su magia. Sarabia ha colocado un punto amarillo y nosotros creemos que es el sol.

Paseo la casa/arca de Mario. Tiene varios jardines, flores de todos los colores. Tiene pequeños azulejos en el piso con animales pintados del arte rupestre. Pareciera que el ceramista ha salido a cazarlos hace millones de años y ahora están ahí dibujados sobre el piso para siempre. En el umbral de la puerta interior hay un seto enorme en forma de toro con sus astas. Sarabia cultiva también el arte de la topiaria. Se necesitan años para dar con la forma deseada. En la habitación de los cuatro hornos, pregunto al maestro:

—¿Cuánto tiempo tardas en convertir la arcilla, la tierra en una vasija para luego llegar a la cerámica de los esmaltes y los colores?

Cuarenta años. El alfarero/demiurgo habla de otro tiempo. Para encontrar esas líneas, esos círculos, esas formas que parecen llamas, toritos, pájaros han tenido que pasar 40 años. Cuando la arcilla se transforma, la sensación es mágica. Dentro del horno (a más de mil grados de temperatura) se subleva la vida, nacen vasijas del fuego, vuelan cholitas como luciérnagas que fluyen del caos al mundo de Mario. Sus dedos hacen subir la tierra. Toma la palabra el poeta: “Objetos son de amor/estos reductos, diseminan/la luz y la reagrupan/mientras recobra el barro/la borrasca primaria de su fuego/. Ya está en vilo la vida: irrumpe del fondo placentario de los hornos”. (Caballero Bonald, Alquimia de la cerámica).

De los siete años que pasó en La Paz desde que nació (1953) en una clínica de Obrajes hasta que se fue a vivir a Nueva York, se acuerda poco. Es bautizado con el nombre de Marco Antonio. Estudia en el Colegio La Salle y vive entre Miraflores (cerca del estadio) y Sopocachi (por la plaza España). Tiene dos hermanos; uno mayor (Javier) y otro menor (Ramiro, muerto hace un año). Su padre, contador, es René Sarabia Yanguas. Y su madre, de larga carrera diplomática, Lourdes Sardón Pizarroso. Su abuelo es el poeta y dramaturgo Adán Sardón Zarauz; su nombre —del abuelo materno— tiene incluso un pasaje en Sopocachi.

La pareja se separa y la madre, destinada en la misión boliviana de Naciones Unidas, agarra a las wawas y se va para Estados Unidos. En los nuevos papeles gringos, su nombre se transforma (como la tierra dentro del horno); se llamará a partir de ahora, Mario.

Mario Sarabia en su taller en 1997. Foto. Ricardo Bajo y Archivo de Mario Sarabia

Obra. Piezas de cerámica con llamitas.

Exposición. La próxima muestra del artista estará dedicada al salar de Uyuni. Foto.

La niñez en el oeste de Manhattan es feliz; o por lo menos así la recuerda. Aprende inglés sin darse cuenta. En la calle 83 no juegan todavía muchos hispanos; desde su casa camina solito junto a sus hermanos hasta el “Public School”. Hasta los 12 años juega béisbol, es primera base por su rapidez y agilidad. De la escuela, recuerda el olor a sopa de tomate a la hora del almuerzo. Andy Warhol está a punto de convertir la lata Campbell en un símbolo del flamante arte pop.

De la casa, en un edificio bajito con calle bonita y árboles, recuerda el primer televisor y sus imágenes borrosas. Cuando tiene 14 años, llegan algunos vecinos argentinos y ecuatorianos al barrio. Todos quieren jugar “soccer” (nuestro fútbol), chau béisbol. Mario es lateral derecho (con la tres en la espalda) en la German-American Soccer League. Llegará a jugar en junio de 1968 con la juvenil de los New York Generals el partido preliminar antes del Santos vs. Nápoli (4-2, con tres goles de Toninho y otro de Pelé) en el mítico Yankee Stadium del Bronx. “Había cuarenta y tres mil hinchas aquel día, sentí que todos me estaban mirando a mí, recuerdo que todos los chicos esperamos el saludo de Pelé y al final no nos saludó por todo el ajetreo”.

La “High School” la pasa en el barrio de Queens. Estamos en pleno auge del hipismo, inicios de los 70. Sarabia se va al campo a estudiar Agronomía (en la St. Lawrence University, estado de Nueva York). “Duré un año, estaba de moda volver a la tierra, cultivar tus propios alimentos, montar a caballo, fumar marihuana, intentar descubrir quién eras, mandar todo a la mierda, cambiar el mundo, hacer algo diferente con tu vida”.

Entonces, Mario conoce a una chica. Se llama Cynthia, se apellida Thompson, es pelirroja, es de Pensilvania. Pinta y hace fotos. El mundo del arte y de las galerías de Nueva York está por abrirse de par en par. Deja la agronomía y comienza a estudiar Museografía en el Museo Americano de Historia Natural en el Upper West Side de Manhattan. Es el barrio tantas veces retratado en las películas de Woody Allen. Es el barrio que todos conocemos sin haber caminado nunca por sus calles. “Una vez vimos a Dalí con su capa y su bigote, alto y flaco, caminando cerca del MOMA. Tengo un humor parecido al judío, mi esposa Lourdes a veces no lo entiende, pero tipos como Woody Allen, en esa época, había cientos por Manhattan. Salíamos a caminar de noche por Nueva York para admirar su arquitectura y descubrir una gárgola tras otra”.

En el Museo de Historia Natural, Sarabia está a cargo de la sala de México y Mesoamérica. Se encarga de armar los escenarios de las exposiciones, de montar las luces, de guiar al público, de enseñar a los chicos y chicas de los colegios. Las cerámicas olmecas comienzan a hacerle guiños, pero Mario todavía no se da cuenta.

En 1975 hace el viaje de su vida, todo un clásico “hippie”: junto con Cynthia viajará de Barranquilla a La Paz por tierra y luego subirá de Riberalta a la frontera brasileña-venezolana en callapo, vía Manaos. Cynthia será una amiga para toda la vida y llegará a ser madrina de una de sus hijas. Escribirá un libro (todavía inédito) sobre esta aventura y volverá a Bolivia para tomar fotografías a lo largo de nuestros ríos amazónicos.

Cuando regresa a Nueva York, comienza a extrañar la lluvia, la neblina, el viento frío del Illimani. Ahora es profesor de “soccer” en una escuela de ricos donde estudian los hijos de Rockefeller. Siente una rara nostalgia por la ciudad donde ha nacido y apenas ha vivido. Experimenta la llamada de la tierra, de su tierra. Es algo misterioso, como la vida misma de Mario Sarabia. Volverá a La Paz como volverá su madre (que aún vive con 91 años).

Antes conoce a una chica judía llamada Teru Simon, pintora. Su familia no aprueba la relación con un chico latino de tradición católica. Mario vive dentro de una película de Woody Allen. La novia va a ser la primera persona que le ponga un pedazo de arcilla en la mano. “Me encantó tocar la tierra, trabajar la arcilla, mi primera obra fue un marinero con su loro, todavía no sé por qué hice esa figura”. Un pirata, Mario es un pirata; no corta el mar, sino vuela.

Antes del anhelado regreso a la patria, vivirá un tiempo en Miami (donde se ha ido su hermano menor). Con su currículum, logra una “pega” en el Museo de Ciencias de Miami. Toma uno de sus cursos libres, de cerámica. Cuando se coloca frente al torno, siente el poder. Un espíritu invisible le dicta una frase en la cabeza: “Con esto voy a comer el resto de mi vida”. Dicho y hecho. Roba un libro, el “robo más grande de mi vida”. Es Ceramics of Picasso de Georges Ramié. Sarabia descubre la cerámica como pasión, se entera de que Picasso hace cerámica ya siendo un artista consagrado, con 67 años; como Gauguin o Matisse. “Me aferré a ese libro, Picasso me mostró el camino, me enseñó a poner algo mío en la cerámica, a diseñar, a no tratar la cerámica como lienzo, como pintura. Amo y sigo amando su búsqueda”.

Viene a La Paz de vacaciones por dos semanas y se queda. “Llevo 40 años de vacaciones acá”. Conocerá a su esposa de Sucre (Lourdes Giménez), se casará, tendrá tres hijos (María Julia, Francisco y María José Churka). Las hijas heredarán la pasión por el arte (trabajarán la joyería y la cerámica; montarán una galería con el padre en San Miguel). El hijo será fiel stronguista como su padre.

Cuando llega, se instala en Viacha, en una fábrica abandonada de cacao con un horno de adobe. Ni ventanas tiene la casa. De verdad quiere ser ceramista. Necesita saber más de él mismo. Sentir el miedo de no sobrevivir, experimentar la certeza de poder hacer algo diferente, como lo soñó en su época “hippie”. La familia pronuncia la frase maldita: te vas a morir de hambre. Quiere transformar la cerámica artesanal en el arte del fuego. Quiere entrar con sus objetos a las prohibidas galerías. Quiere abrir senderos. Se topa con rechazo, con perjuicios; apenas Inés Cordoba le tira algo de pelota. La tradicional división entre artes mayores y menores continúa desgraciadamente hasta hoy. Todavía algunos hablan de “decoración de vasijas”. Aún se ignora al (gran) arte popular; su sencillez, su rudeza, su belleza, su fantasía.

Vamos a retroceder siglos para explicar de dónde viene todo esto. “La conquista eliminó la cerámica de los pueblos originarios. Trajeron un dios diferente y lo impusieron con pólvora y arte. Extirparon idolatrías. Si ves menos de tus dioses, ves menos de tu arte y de tu cultura, de tu identidad. El arte es tan peligroso como la pólvora, o más. Eliminaron los dioses que se representaban en las cerámicas, en las piedras. Solo se permitieron vasijas para comer, utensilios para la cocina y todos tenían que llevar la cruz. La cerámica ceremoniosa con sus dioses para contar tus propias historias se eliminó a golpe de espada y cruz. No hay arte mayor o menor. Cuando miras algo y te entra directo al espíritu; eso es arte. Es la búsqueda. La artesanía reproduce, no busca; puedas hacer una taza, pero tiene que tener un alma por dentro”.

También puede leer: La magia en una valija

Sarabia trabaja con las manos, con la tierra, con el fuego; es un alquimista. Moldea su mundo. Cree que lo que hace es bueno. Cree que la arcilla es un ser, que la arcilla lo ha escogido, que ella permite su trabajo. Es algo misterioso, llámalo destino, espíritu invisible. Comienza a vender sus pequeños objetos en una tienda del Prado paceño que exhibe artesanía peruana. Es Algo Más, propiedad de Flavia Giménez, prima hermana de la que será su esposa. Llámalo destino. Conoce a Javier Núñez del Prado que tiene un horno jailón. “Es la primera persona que me llama ceramista, que me respeta; me visitaba en Viacha, tomábamos vino, es por aquel tiempo que empiezo a creer que soy ceramista”.

La primera exposición colectiva se monta en la casa de Gil Imaná e Inés Cordoba en la avenida 20 de Octubre, esquina Agustín Aspiazu (en Sopocachi). La primera individual, en el Centro Boliviano Americano de la avenida Arce. “Un primo de Emiliano Luján me prestó sus pedestales, pues nadie tenía”.  A Jorge Ortiz, responsable cultural del CBA, le da un ataque de pánico escénico y Sarabia se queda sin palabras de presentación. Se lo pide a Gil Imaná, pero le dice que no. Después, el maestro ve la obra y dos minutos después le dice que sí: “En Bolivia exportamos harto estaño, pero no hay libra de estaño que pueda comprar estas cerámicas; en la obra de Sarabia hay algo, no pensé encontrar magia”. Gil, Inés y Mario van a ser grandes amigos hasta la muerte de la gran pareja del arte boliviano.

Después de esas dos primeras exposiciones vendrán muchas más. Ha protagonizado muestras en Porto Alegre, París (tres veces), Nueva York, México, Buenos Aires, Londres, Chicago. La revista más prestigiosa del mundo sobre cerámica contemporánea, Ceramics Month, fundada en 1953, le ha dedicado en septiembre de 1997 un reportaje especial escrito por Ryan Taylor. Sarabia tiene regada su obra por medio mundo. Ha recibido en su taller de Mallasa a cientos de aprendices y a grandes maestros que se han interesado por su disciplina: a Graciela Rodo Boulanger, a Alfredo La Placa, a Mamani Mamani, a Yolanda Bedregal. En 2005 recibe el premio de “Maestro de las Artes” por parte del Estado Plurinacional de Bolivia.

Mario prepara estos días una nueva exposición después de una visita al salar de Uyuni en 2022. Las llamitas caminan en la noche en la oscuridad del desierto blanco. Lo hacen en platos, vasijas, jarrones, láminas. El demiurgo de Mallasa escarba con la técnica milenaria de la arcilla y busca nuevas mezclas en el óxido, en los materiales cerámicos, en el esmalte y el color, en los engobes y vidriados. Selecciona la arcilla, más rojiza cerca de su casa, más pura en el altiplano. Vigila el momento sagrado de la cocción de las piezas, imagina líneas y perfiles, texturas y colores, busca un hallazgo.

Hace una semana, una pareja de Nueva York ha comprado un bello jarrón en su alfar. Han ido directamente por él. Los gringos creen que han escogido la vasija, pero ha sido al revés. Ahora es el logo de una prestigiosa página web sobre cerámica contemporánea. Ese jarrón ha buscado dónde quiere estar en el mundo. Es el misterio del arte del fuego, el fuego hipnótico, el fueguito que da vida, el fuego que siempre tiene la última palabra.Sarabia tiene razón: nunca sabe para quién hace sus cerámicas. Ni donde vivirán.

El arte de la tierra y el fuego nunca será menor; Mario, tampoco. Cuando dejo el taller en pleno atardecer —con la Muela del Diablo perfilada en el horizonte— volteo la mirada y leo una frase pintada sobre la pared. Es una cita del cubano Silvio Rodríguez: “Solo el amor convierte el milagro en barro”. Solo las manos del demiurgo de Mallasa convierten la arcilla en misterio.

El premiado documental del director, guionista y productor cochabambino Eduardo Gómez explora el impacto del ser humano

Por Pedro Susz K. / 12 de febrero de 2023

Esto es un viaje a 1908, un recorrido por la ciudad de La Paz a principios del siglo pasado cuando 12 changos fundaron un club para siempre, The Strongest

Por Ricardo Bajo H. / 29 de enero de 2023

El diseñador Hamid Kalani Molina presentó una nueva colección que reinterpreta los aires victorianos.

Por Miguel Vargas / 5 de febrero de 2023

Voces | Por Evaristo Mamani Taquichiri / 15 de febrero de 2023

Voces | Por Rubén Atahuichi / 15 de febrero de 2023

Voces | Por Marlene Quintanilla / 15 de febrero de 2023

Voces | Por Jared Diamond / 15 de febrero de 2023

© 2020 La Razón Bolivia